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Roma (la de Cuarón)

No la vi de inmediato. No podía verla así, como se ve cualquier peli palomera. Verla así hubiera sido un error descomunal: perderse en el intentar darle un sentido desde hoy, desde las películas de Marvel.

Así que me preparé con quince días de antelación, no que contara los días, no que planeara. Así sucedió. Roma, no la de Italia, no la del jabón. Roma, la colonia. Roma, la Ciudad de México de cuando era el Distrito Federal, de cuando no había millenials robando cámara, de cuando todavía yo creía en muchas cosas… como Dios.

Pero ni Cuarón ni yo somos los de antes. Los recuerdos emergen al dar la vuelta a la esquina. Pero ya no los vemos como antes, ahora hay nostalgia, ahora se devela lo que para el infante permanecía oculto.

Roma, de tan franca que duele. Si la ves bien despierto.

Necesité muchos días de preparación porque tenía muchas preguntas sobre mí. Todo empezó con el recuerdo de la esquina de mi casa, de cuando era niña, de cuando vivía en unos edificios que perdieron toda su "identidad" tras el temblor de 2017. Yo también vivía un temblor entonces, un temblor largo y prolongado que sacudía mis bases desde 2016. Luego de un temblor así ya nada es igual y lo más cuerdo es no intentar reconstruir. Después del temblor sólo cabe la nostalgia.

Así que medité y medité. No esa meditación de apartar los pensamientos y estar en el tan mentado "aquí y ahora", medité en una profunda inmersión en mi interior. Dos, tres veces, abajo, más profundo. Aún no encuentro el basamento abisal. Pero ya puedo ver Roma. ¿Importa tanto hacer esto antes de ver la película? ¿La película lo vale o lo necesita? No y sí. No es la película, no es el espectador, soy yo y mi respeto al trabajo de un mexicano que le da vida a un recuerdo. Cada quien haga de sus experiencias lo que crea.

Así que estoy aquí, luego de dos quecas de queso oaxaqueño y con una copa de champagne rosado. Porque así soy yo: quecas y champagne. Qué le vamos a hacer.

Y me siento y me duele el recuerdo de una época ingenua en todos los sentidos posibles. Blanco y negro, coches enormes como lanchas, sirvientas (porque no tenían el nombre rimbombante de nanas —la mía se llamaba Florencia, se parecía a una bailarina de hawaiano y me tiró un diente de leche), dialecto que marcaba la diferencia entre nosotros y ellos, música, radio, el cuarto de la chacha (la que come en la cocina), el pan subiendo de precio de manera exhorbitante pero yo comiendo igualmente pan todos los días, la leche escaseando pero yo con mi vaso enfrente todas las mañanas.

Aquí estoy, sentada frente al televisor que ya sólo hace de pantalla. Mucho ha cambiando el mundo de ese tiempo a ahora. Cambio de forma, el fondo sigue perversamente igual.

El hombre, en un acto, puede demostrar su extrema ridiculez o su enorme profundidad. A saber.

¿Y la mujer? ¿Cuál es el papel, la imagen el ideal y la realidad de la mujer? Y aquí, en la película uno se preguntaría ¿Cuál mujer? Porque hombre, no importando el estrato, sólo hay uno: al que se le espera, al que se le atiende, al que se le procura, el "libre" que abandona para hacer mundo (¿qué mundo?, ¿así como Buda o como Jesús —que quede bien claro, ellos abandonaron—? ¿En dónde está nuestro foco, nuestros valores?), al que se le pide, el que todo o da y todo lo quita. Me pregunto por qué están tan ávidas las mujeres de imitar a los hombres, esos hombres. El mundo ciertamente no necesita más hombres, de esos hombres.

Parece que ni la conformidad ni la rebelión son una puerta. ¿Qué queda? No sólo las mujeres estamos solas, ya va siendo tiempo de que los hombres se den cuenta de su extrema vulnerabilidad, ya va siendo tiempo de que los hombres se rindan a ella y se acepten iguales a cualquier ser existente en tanto existente. Quizá las mujeres podemos enseñar eso, lo que se siente ser y saberse vulnerable. El empoderamiento es querer hacerse hombre, de esos hombres. Yo no quiero "empoderarme" y eso no significa que no tenga voz o que no afronte la vida.

Sólo me pregunto ¿y los aviones?








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