Me duele la cabeza, está saturada. Nada hasta ahora ha calmado la sobrecarga, así que me acuerdo de Sho y pienso en lo mucho que desearía que existiera un Sho para mi cabeza y pudiera sentir lo que ahí sintió mi estómago.
Sho está en Estocolmo, es un lugar pequeño para comer sushi. Pero es más que eso de una manera que no es exactamente "más" como solemos entenderlo.
Sho es cercano sin ser invasivo, íntimo sin ser secreto, caro sin ser ostentoso, pequeño sin ser insignificante, discreto sin ser desconocido, simple sin ser sencillo… Aunque no todos los comensales que asisten tienen la delicadeza de saber compartir la mesa, porque es una sola mesa —más bien una barra— desde donde te colocan cada nigiri en tu mano. No hay carta, hay lo que hay, pero puedes comer con los ojos cerrados.
Así que la gente pro-Las Vegas puede abstenerse.
¿Por qué quiero un lugar así para mi cabeza? Porque quiero poca concurrencia, quiero que me atienda personalmente el chef, quiero que cada bocado que entre entre como si fuera parte de mí. Quiero que todo se integre en mi interior, quiero que sin dificultad asimile poco a poco y con calma lo que se me entrega a mí —porque es sólo para mí—. Quiero paz, quiero arduo trabajo entregado como si no costara nada hacerlo, quiero hogar, quiero que me preparen un té sólo para mi. Mi cabeza quiere digerir con facilidad una elaboración experta, mi cabeza quiere certeza sin saber certeza de exactamente qué. Mi cabeza quiere privacidad compartida. Me gustaría reservar, apartar unas horas lejos del mundo.
Trato de llevar la sensación de mi cuerpo en Sho a mi cabeza. Cierro lo ojos e imagino esa calma en mi cuerpo por recibir comida impecable, que sube a mi cabeza y me sosiego.
No sé cual sea el secreto de este lugar. El chef me dijo que el arroz. No sé si eso o mirar como cortan impecablemente el pescado, o que está frente a mí lo que ya buscaron y limpiaron horas atrás, o es la maravilla del wasabi que aparece como por arte de magia, o que uno a uno el chef va poniendo un poco de todo, de mano a mano, de frente a cada comensal sin nada atrás oculto. Creo que esa trasparencia entró a mi estómago y creo que esa transparencia no sólo la quiero para mi mente sino también para mi espíritu.
Me encanta que haya lugares alejados de la sorpresa, la maravilla, lo espectacular y gigantesco de la mera apariencia. Sho es.
Sho está en Estocolmo, es un lugar pequeño para comer sushi. Pero es más que eso de una manera que no es exactamente "más" como solemos entenderlo.
Sho es cercano sin ser invasivo, íntimo sin ser secreto, caro sin ser ostentoso, pequeño sin ser insignificante, discreto sin ser desconocido, simple sin ser sencillo… Aunque no todos los comensales que asisten tienen la delicadeza de saber compartir la mesa, porque es una sola mesa —más bien una barra— desde donde te colocan cada nigiri en tu mano. No hay carta, hay lo que hay, pero puedes comer con los ojos cerrados.
Así que la gente pro-Las Vegas puede abstenerse.
¿Por qué quiero un lugar así para mi cabeza? Porque quiero poca concurrencia, quiero que me atienda personalmente el chef, quiero que cada bocado que entre entre como si fuera parte de mí. Quiero que todo se integre en mi interior, quiero que sin dificultad asimile poco a poco y con calma lo que se me entrega a mí —porque es sólo para mí—. Quiero paz, quiero arduo trabajo entregado como si no costara nada hacerlo, quiero hogar, quiero que me preparen un té sólo para mi. Mi cabeza quiere digerir con facilidad una elaboración experta, mi cabeza quiere certeza sin saber certeza de exactamente qué. Mi cabeza quiere privacidad compartida. Me gustaría reservar, apartar unas horas lejos del mundo.
Trato de llevar la sensación de mi cuerpo en Sho a mi cabeza. Cierro lo ojos e imagino esa calma en mi cuerpo por recibir comida impecable, que sube a mi cabeza y me sosiego.
No sé cual sea el secreto de este lugar. El chef me dijo que el arroz. No sé si eso o mirar como cortan impecablemente el pescado, o que está frente a mí lo que ya buscaron y limpiaron horas atrás, o es la maravilla del wasabi que aparece como por arte de magia, o que uno a uno el chef va poniendo un poco de todo, de mano a mano, de frente a cada comensal sin nada atrás oculto. Creo que esa trasparencia entró a mi estómago y creo que esa transparencia no sólo la quiero para mi mente sino también para mi espíritu.
Me encanta que haya lugares alejados de la sorpresa, la maravilla, lo espectacular y gigantesco de la mera apariencia. Sho es.
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