Días de lluvia
Llueve, hace frío, me siento triste, quiero un consomé caliente. Recuerdos de barbacoa, pozole, pancita y mole de olla. Los invoco casi saboreándolos, al día siguiente el caldo ha caído a mi estómago coronado con un taco de tuétano.
No hay sol, las orillas del pavimento ya tienen vida que las pintan de verde. Ha llovido dentro de mi casa y la vida también busca nacer en mi alfombra. Logro juntar fuerzas para sacar la alfombra por la ventana, la subo al coche. Los contenedores se han movido, los han movido a favor de la imagen de un parque de diversiones, ahora los han puesto escondidos donde nadie los vea como si fueran la muñeca fea. Llueve.
Las calles se van descarapelando, a pedazos se desprenden los parches de chapopote porque esas calles no merecen el pavimento hidráulico. Llueve tanto que las coladeras, asqueadas, escupen agua revuelta con sus entrañas.
En los días de lluvia el tráfico aumenta, los pantalones se mojan, los dedos se enfrían, la nariz gotea, la ropa recién lavada no se seca, el té se enfría, los elotes crecen, el cabello se esponja, los árboles reverdecen, correr se complica pero instalarme en el sillón resulta de lo más fácil.
¿Que si disfruto de la lluvia? Tanto como de un helado: muchísimo si no he comido alguno últimamente, muy poco si lo tengo que comer día tras día por semanas.
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