Joaquín Cortés

Mi amiga La Virgo me llevó a ver a Joaquín Cortés en el Auditorio Nacional. No sé si debiera decir que, como era de suponerse el 80% de los asistentes éramos mujeres, muchas muy enjundiosas que anhelábamos que el bailarín de flamenco terminara de desprenderse de una vez por todas de su camisa empapada en sudor (de ese que se goza).

El gitano dio gracias por ser el niño al que se le han cumplido sus sueños, dedicó el espectáculo a su mamá y fue lo suficientemente audaz para bajar del escenario y dejarse abrazar por las mexicanas que no dejaron pasar la oportunidad.

La primera parte nos perdimos mucho de su talento, pero ganamos en música y en una coreografía de sirenas enredadas en un largo faldón. La gente gritaba "¡Baila Joaquín!" y finalmente lo tuvimos sólo a él.

Para mi desventura comprobé que en la distancia se pierde mucho de su lenguaje corporal, lo mejor es estar en las primeras diez filas y dejarse llevar por la seducción de un cuerpo que sabe despertar pasión de sólo verlo.

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