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Recuerdos alrededor de unas cartas perdidas


Cuando estudiaba ingeniería había una materia que se llamaba Sociología de México. Yo la tomé con Cadabal (no me acuerdo del nombre). El profe era una persona interesante, creo que era ingeniero civil pero también practicaba atletismo y había estudiado filosofía (hizo dos carreras simultáneas, muy listo él). Me gustaba, o lo admiraba… creo que más bien me inspiraba… no, me parecía un individuo realmente único y eso me gustaba. Lo más padre del asunto es que no nos enseñó sociología ni nos habló de México. El primer día de clases nos dijo que teníamos que leer un libro a la semana, el que quisiéramos cada quien por su parte y que también teníamos que entregar un escrito a la semana de lo que quisiéramos. Fue mi clase favorita (debí haberme enterado con ello de que estudiar ingeniería no me hacía particularmente feliz y que igual me interesaban más otras cosas. Aunque… sí que me gustaba estar en la facultad, yo creo que me gustaba mucho respirar el ambiente cargado de testosterona y, a decir verdad, también me gusta cómo piensan los ingenieros inteligentes, tienen su encanto. También me gustaba hacer series de ejercicios de ecuaciones. Bueno, me gustaba más estar rodeada de hombres, me era más fácil estar con ellos que con las mujeres). No era que nunca antes hubiera leído (que sí que leía yo solita a Shakespeare o lo que fuera que tuvieran mis papás en el librero) o que no supiera que me gustaba escribir (de hecho escribía algo así como poemas en los pizarrones del Anexo de Ingeniería y tenía mi público), lo que me encantó fue la libertad y la oportunidad de ser leída (porque el profe leía todo lo que escribía, me corregía la ortografía, las comas y demás). Bueno, pues un día llegó con dos chavos que estaban haciendo su servicio social con él, eran filósofos, y nos dijo que ellos llevarían la clase por algunas semanas siguiendo la misma dinámica: lectura y escritura, así como comentar lo que se nos diera la gana en clase (wow, ahora que lo recuerdo era muy parecido al paraíso). 

Uno de los chavos recuerdo que se llamaba Hasiel y era rarísimo. No tenía nada de guapo pero cuando hablaba yo quedaba embelesada. No es que dijera cosas de filosofía, para nada. Lo primero que nos dijo fue que a él lo habían tachado, en su facultad, de terrorista verbal; que varias veces lo quisieron castigar de algún modo pero que un día se le ocurrió protestar por que no lo dejaban decir lo que quería: se quitó los zapatos, los puso sobre el pupitre y se quedó de pie toda la clase. A mí me encantó todo aquello que decía; entonces me decidí a escribir, como parte de la tarea de cada semana, que estaba fascinada con aquel ayudante que decía tantas cosas que me parecía como un sueño (algo por el estilo). Él la leyó, me entregó el texto corregido y sin decirme nada, junto a mi tarea me entregó una carta. ¡Una carta a mano doblada súper bonito y con tinta morada! Eran como dos páginas escritas por ambos lados con el lenguaje más bello que jamás halla leído, nada rebuscado, nada intelectualoide, pero completamente bello, me acariciaba con las palabras. Yo, desde luego, que le contesté, pero no me acuerdo qué, supongo que algo como que amaba lo que me había escrito, le he de haber escrito largo y tendido. La respuesta la entregué en su mano, muerta de la pena, en la siguiente clase. De vuelta me entregó otra carta y un ejemplar de una revista en la que participaba. Terminé con una caja llena de sus cartas y varias revistas que me regaló. En su última carta me dijo que yo era muy especial, como una mujer que vive al lado y le cambia la vida a alguien (algo parecido). Después de esa carta ya no volvió, regresó Cadabal. 

Guardé lo que me dio por años, releía las cartas de vez en cuando. Eran un tesoro muy preciado. Un día desaparecieron de mi casa. Se esfumaron las revistas, sus letras de tinta morada y sus hojas plegadas de manera misteriosa. Todo desapareció. Creo que es de las pérdidas más tristes que he tenido, me llena de nostalgia pensar en aquellos días porque me sentía muy inspirada, expectante y con toda la intensión de convertirme en escritora.

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