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Una tarde calurosa e incómoda


Hace tiempo que no me paso por acá a escribir algo. He estado ocupada haciendo journaling, aunque ni tanto este mes de mayo. Y la razón porque no venía es porque dudaba entre no tener nada nuevo que decir y estar repitiendo lo mismo. Me he estado editando porque no considero que lo que estoy sintiendo deba ser compartido entre tanta gente feliz o gente que la está pasando muy mal, es como si lo que siento no tuviera valor. Un poco sí estoy harta de no sentir que me muevo hacia otro espacio, es como si estuviera dándole vueltas al mismo hoyo —disco rayado que le dicen—.

Ahora mismo estoy con todas las ventanas abiertas, más tarde estaré a merced de los mosquitos. Hace un calor apachurrante. No quise sacar a mi perrita a pasear porque uno hierve en la calle, de modo que la pobre está un tanto desesperada —ya somos dos—. Ha sido una fortuna que esté cayendo agua porque las pobrecitas plantas se desmayan. Mi cultivo de cúrcuma se está recuperando del transplante, llegué a pensar que se perdería todo.

Y en medio de la cotidianidad, aún no puedo afrontar de manera relajada y positiva las afectaciones de mi cuerpo, y todo el estrés me arrebata el ánimo, la energía, la motivación. Pero no hay de otra, diría mi mamá, que echarle ganas. Aquí estamos. En verdad no sé cómo le hace la gente con enfermedades crónicas para seguir adelante, seguir queriendo vivir, quiero decir. A mí me llega la onda del cuestionamiento existencial que no me puedo permitir porque ya sé que me puede llevar a las profundidades de averno.

El otro día me encontró una viejita mientras yo leía un libro que toca el tema de los feminicidios y la trata de mujeres —es que llevo un club de lectura y ese escogieron, no crean que me gusta torturarme— y se sentó frente a mí y comenzó a hacerme la plática. Tenía 82 años, era Acuario, fue adoptada y luego casada a los 14 años sin saber por qué; así que le tocó madurar en turbo mientras se convertía en madre, tenía que llevar una casa, estudiar y trabajar. Ahora vive sola y sabe que tiene una afección en el corazón y cualquier día en cualquier lugar se puede quedar “dormida”. Me contó que el otro día se cayó en el patio de su casa y no se podía parar, así que le pidió ayuda a Dios para tener la fuerza suficiente para poder sentarse; sus ruegos fueron escuchados y con el simple hecho de poder sentarse en una silla se sintió agradecida y bendecida. Le pregunté si no tenía miedo, me dijo que no, que nunca ha sentido miedo. Yo le dije que yo sí, todo el tiempo. Entonces me dijo que fuera fuerte, que me encomendara a Dios y siguiera con mi día a día, que no me privara de nada.

Debe ser padre no tener miedo. Creo.

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