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Escribir un diario

Cuando cumplí quince años mi mamá me regaló un diario con candado y todo para que fuera desahogando mis emociones y dejara, en cierto modo, de escribir, literalmente, en todos lados. Hojeé el diario repleto de hojas blancas y me pregunté sobre mi futuro, quise adivinar las frases que quedarían ahí para siempre como testigos de los días vividos.

En ese diario cupieron dos años enteros y sobraba más. Ya no quise seguir escribiendo de lo que me pasaba después de dos años de anécdotas que leí y reviví en un sólo día. Lo menos trágico que escribí en él fue sobre el temblor del 85 y el miedo que se quedó en toda la familia que a la menor provocación volteábamos a ver la maceta colgante de la sala. Eso fue lo menos.

El diario lo terminé de leer riéndome de lo ingenua que fui al creer que en él sólo hablaría de amor y grandes encuentros. Estaba parada junto al basurero del multifamiliar donde vivía sintiendo dolor, frío, desconcierto, soledad, ansiedad y un miedo de pensar que habrían más años en mi vida que estarían llenos de lo mismo. ¿Quién quiere dejar constancia de un duro destino? Arranqué hoja por hoja, cada una la convertía en pedacitos de los cuales nadie pudiera leer nada. Que se muera el pasado, pensé. Pero lo vivido nunca se va, tú eres la prueba viviente de todo cuanto te ha ocurrido. Creo que fue ahí cuando me propuse no escribir de mí y no volver a sentir.

Como verán, la promesa fue vana. A penas la semana pasada me di cuenta que este blog era una forma de disfrazar un diario en el que según yo no escribía de lo más íntimo de mí. Supongo que un alacrán nunca podrá negar su condición natural.

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