Puedo resistir un convivio

Hoy me invitaron a un convivio post-congreso filosófico. Me armé de valor —porque necesito de mucho valor para ponerme entre extraños con los que no sé de qué puedo hablar, a no ser que sigue con el tema del congreso—, también me armé de una botella de vino tinto y de una precarga de música italiana.

Llegué tarde, supongo que estuvo mejor así. En lo que ellos hablaban yo comía y sonreía a ese hablar de nada —también los filósofos tienen ese tipo de pláticas— y no que yo tuviera de que hablar, así al vuelo, pero si me preguntan algo, puedo decir todo lo que sucede en mí.

De suerte, los anfitriones eran una cosa de lo más deliciosa, genuina y amable.

Cantamos, bueno, cantaron. La lluvia marcó una pausa y toda lamdinámica cambió. En un rescindido grupal acabé en un cuarteto que disfrutó —quiero creer— de mis profundidades con las que no se puede mas que compartir las profundidades propias. Aquí siempre falla la cosa, el silencio adviene.

Pero una niña entra a la sala y empieza a tocar el piano, entonces el silencio ya está a favor de la música y ya todos podemos descansar.

Qué difícil prueba. Lo intento pero es de una intensidad siempre —interior— que no soporto por mucho tiempo. Ahora lo acepto y no me forzo demasiado.

Salgo no sin antes despedirme de todos, cosa que también me es muy difícil. Pero  lo logro, me digo, esta vez no lo evité.

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