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Tlalpan, cuarenta y tantos años después

 

Quiso el destino que volviera al lugar donde ya no es lo que fue. Sigue ahí la fachada, la están remodelando, es algo del gobierno pero ya no es más la guardería a la que llevaba mi abuelito, todos los días a bordo de un tranvía que dejó de operar ya hace muchos años.

En la esquina de enfrente, cruzando la Calzada de Tlalpan, había un palomar que me encantaba mirar a la salida. Ya no está.

Mucha gente, muchos autos, hospitales y farmacias. Este lugar esta inundado de inhospitalidad. Aquí fue donde me empecé a relacionar con el mundo, muy a mi manera: mirando a los niños que jugaban en el jardín mientras a mí me tenían "castigada" por no tomarme el atole. Pero ni me me agobiaba ver como el atole hacía nata porque jamás lograron que me lo tomara, ni me mortificaba estar sentada frente a la ventana mirando, ni ardía en deseos de salir con los demás niños que se me hacían tan distantes y extraños; prefería ir a ver a la cocinera para que me diera queso, prefería mirar las bolsas de aserrín con el que nunca jugué y me preguntaba el porqué. A la salida las maestras me acusaban pero nunca, ni mi abuelito ni mi mamá, me dijeron algo al respecto, de modo que ejercí mi derecho a no beberme el atole nunca, ¡ja!

Cuando llegaba a salir al recreo, porque en lugar de atole me daban leche y esa sí me la bebía, no salía a jugar con los niños sino a buscar hongos entre el pasto. Siempre me parecieron más interesantes los hongos que los niños.

Un día, a la salida, llegaron por mí mi papá, mi mamá y la recién nacida de mi hermana. A mi hermana la conocí justo enfrente de la Guardería, sobre la Calzada de Tlalpan, en un Volkswagen azul marino. Lo primero que ella hizo cuando me acerqué con curiosidad fue ponerse a llorar, así empezó nuestra relación.

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