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Rosé

Estoy obsesionada, lo sé. Y es que la vida no es o vino tinto o vino blanco, la vida también puede ser un complejo rosé. Se puede pensar que un rosé es algo así como un camino medio, como un gris, como estar indeciso, como aspirar a algo y no llegarlo a ser. No, el rosé tiene su carácter particular poco apreciado, poco procurado y definitivamente poco bebido.

Desde el día que tomé un rosé en el Grand Hotel de Estocolmo una puerta se abrió, toda una perspectiva nueva, toda una forma de encarar el mundo se abrió ante mí y me dejé seducir. El rosé me ha enseñado que se puede ser incomprendido y está más que bien porque quien te comprende jamás te dejará, porque quien tiene el interés por tu peculiaridad volverá una y otra vez a querer encontrarte. Es difícil asir a un rosé porque un rosé no es jamás una bebida que se toma sola aunque siempre se antoje sola.

Un rosé es sol, es agua, es viento. Un rosé es desde un medio día hasta un atardecer. Un rosé es un sueño ligero que impacta profundo. Un rosé es un muelle y una foto sepia. Un rosé es las alas desplegadas de una gaviota junto al destello de luz de la punta dorada del Stadshuset. Un rosé es el recuerdo de un helado malva derritiéndose y caminado desde el cono hasta tus dedos. Un rosé es una silla de madera, una bicicleta y una frazada. Un rosé es un olivo con la huella de un elefante bajo su sombra marcando un destino.

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