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Tormenta


Y a veces sucede algo más que la lluvia.

Hay tormentas que se anuncian todas orgullosas ellas con sus truenos y nubes negras. Hacen la primera y la segunda llamada. El público se prepara para la función, corre. Tercera llamada y ya nadie puede decir que lo tomó por sorpresa.

En la Ciudad de México las lluvias y las tormentas se anuncian y la función es larga, larga. Sería una locura esperar a que termine la función debajo de una cornisa. En la Ciudad de México uno se empapa hasta la médula y el frío se encarga de bajar el telón. En el trasporte público, ya todos mojados, comparten la experiencia del baño maría por cinco o seis pesos. El caos es total aunque la tormenta se haya anunciado con tiempo porque uno no deja de hacer lo que está acostumbrado a hacer, porque uno tiene que llegar a casa o al trabajo a como dé lugar.

En otros lados la lluvia aparece de repente, hace lo suyo en unos breves minutos y se va sin aspavientos. Y luego llega el sol y lo seca a uno. El trasporte público tiene aire acondicionado y los baños al vapor no están incluidos en la tarifa.

Siendo mexicana puedo decir que estoy preparada para el caos y la vida difícil del trasporte público sin comodidades, sucio, peligroso, folklórico, de sálvese quien pueda. Lo triste es que después de tantos años de curtirme en el DF, invariablemente espero caos y me pongo en guardia a la menor provocación. Vivo en el susto. 


Y resulta que me toca vivir en Estocolmo una tormenta de la nada, con árboles desgajados, vientos —tal cual— huracanados, inundación e inconvenientes momentáneos en el trasporte público. Y yo me siento al borde de una tragedia nacional con ganas de salir corriendo a donde sea y con el miedo que caiga un rayo porque no veo pararrayos y estoy a tres pasos del mar. El chofer del tranvía en el que voy detiene la marcha, las vías están llenas de ramas, no puede continuar; intenta salir a hacer algo unas tres veces y mejor se regresa, no trae ni una gabardina, vaya, claro se ve que esto no es de todos los días. Nos dice que es más seguro si nos quedamos dentro. Yo pienso que en un pesero en México ya nos hubiera bajado el chofer sin ningún remordimiento. Yo pienso en las miles de veces que las lluvias que han inundado los pasos a desnivel del Periférico. Y esta tormenta acá está más intensa y siento que pronto el tranvía empezará a flotar.

Estoy pasmada, sobrecogida por lo que está pasando. Como uno se siente cuando empieza a temblar y se sabe que todo puede pasar: la tragedia está siempre a la vuelta de la esquina, esa en la que uno no quiere nunca doblar.

Minutos más tarde la tormenta queda en lluvia, el agua que subió unos treinta centímetros empieza a bajar. El drenaje sirve. Y con todo uno sigue el camino.

Al otro día la alarma sísmica me arranca de la calma y estando tan lejos de México no dejo de sobresaltarme y necesito saber que todos están a salvo. Los mexicanos vivimos en la raya, al límite, en situación extrema, sólo que algunos se apaciguan yendo de compras y otros viendo el fútbol y tomando cervezas en la banqueta.

México está lejos de vivir tormentas de un rato y que aunque fuertes no pasen del efecto wow, cual mainstream. En México se vive, cada quien a su modo, con la mano en la cacha de la pistola y el corazón a punto del infarto. 

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