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Pasado prestado, pasado vivido

No sucede muy a menudo, pero cuando sucede siento una especie de lástima porque ya no es lo que lo que fue para alguien. Ya no será: el pasado de otro que te es compartido se cuela en tus propias memorias y empieza a extender sus raíces dentro de ti para vivir de tus ilusiones, de esas ilusiones de pasado, de añoranzas sin futuro.

Mi abuela me dio muchas de sus memorias, las plantó muy dentro mío, tanto que al recordarlas me pregunto si no fueron mías. Yo creo que las memorias son de uno cuando vuelven y luego se van a nadar todas juntas y se revuelven y se confunden y cuando las llamas lucen un tanto distintas y las que fueron tu pasado ya no sabes si lo fueron y las que fueron prestadas ya no sabes si en realidad fueron tuyas. Creemos que el pasado nos pertenece pero también nos es dado en préstamo. 

Recuerdo una maleta a la mitad de una calle cercana a una glorieta. El lugar luce desierto. En aquella época había poca gente en la ciudad y podías dejar todo el día tus cosas en la calle y volver por ellas inmaculadas. La maleta pesa, es de piel y le cabe muy poco; aguarda por mí, por mis dedos que se tensan cuando la toman por el asa. Hace calor, quisiera agua y el frescor de una hacienda de techos altos y sacos repletos de granos porque aquí no nos alcanza la revolución. Aquí las alacenas están llenas, cuelgan los jamones entre las botellas de vino que les arrancan las chapas a las muchachas. 

Mi abuela me contaba y yo vivía una segunda vida. 

Recuerdo a mi padre flaco y viejo, más viejo de lo que en realidad era. El hambre avejenta. Salía por semanas para traernos de comer al menos un saquito de maíz con las que mi hermana nos hacia tortitas. Yo le pedía que a la mía le pusiera la basurita que salía cuando limpiaba el maíz, así se hacía más grande mi tortita y no importaba que se me atorara en la garganta. Era muy pequeña y parece que todos mis juegos consistían en estar muy cerca de la tierra, entre las hierbas y las plantas que aprendíamos a comer. 

Cuéntame abuelita, le decía. Y ella se perdía entre sus memorias y sacando de una en una, me las fue regalando todas. Mi mamá ha seguido con la labor y desempolva para mí los recuerdos de su madre que ahora vuelve a México para encontrar a mi abuelo. 

Y en las pausas, que duran años, miro las calles, los mercados, la iglesia y la política de ahora. Ya no tienen espacio aquí los momentos de ayer. Mi abuela se está difuminando junto con los campos perdidos, la confianza y la palabra de honor que antes tenía mucho valor. 

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