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Me declaro culpable

Tengo dos asesinatos que confesar. Ninguno fue premeditado, simplemente no pude hacer nada al respecto.

El primero sucedió en 1998. Iba en mi chevy rojo de regreso del trabajo a casa de mis papás, ahí vivía en aquel entonces. Era ya tarde, como las nueve o diez de la noche, no lo sé, algo así. Entrando a conjunto habitacional a veinte kilómetros por hora, lo juro; unas niñas paseaban con su perro faldero y peludo color blanco. Lo vi, estaba feliz, movía su cola y volteaba a ver a una de las niñas. Lo vi, me acuerdo muy bien de él. Como si mi coche fuera un enorme imán, él saltó hacia mí y no pude frenar. Le pasaron dos llantas. Lo sentí. Aún recuerdo el movimiento de mi cuerpo al pasar encima de él. No era muy grande, era más bien pequeño, faldero... creo que ya mencioné eso. Me dio miedo frenar. Pararme ahí en medio de la noche: sola, con un perro muerto... (Puppy, se llamaba), con dos niñas gritando del dolor y yo sin saber en realidad cómo fue que sucedieron las cosas. Fue como si Puppy hubiera decidido morir en ese mismo instante. Me seguí de frente hasta llegar a casa, el cuerpo me temblaba.

Ayer sucedió otra desgracia. Iba por Insurgentes, esta vez de mañana. A un lado del camión rojo del Metrobus. Una tortolita voló hacia mi, se posó en mi carril... pensé que iba a volar. Se quedó ahí quieta esperando que pasara encima de ella. — No, no, quítate, vuela, por favor—. Un auto atrás de mí. Frenar imposible. La tortolita se quedó, no voló, ni siquiera tuvo la intención. Miré por el retrovisor y sólo vi plumas volando y un pequeño paquetito gris dando vueltas como barrilito. Era demasiado para un domingo, demasiado para mí, para este momento, para este dolor. No entiendo.

A veces las cosas simplemente pasan, no hay razón, al menos no la hay para algunos o no la hay ahora. Quizá mañana se alcance a ver el por qué. Quizá sólo sea la vida queriéndome decir que las cosas pasan y que no tienen nada que ver conmigo, ni con lo que he hecho. Pasan, las cosas pasan.

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